miércoles, 11 de abril de 2012

La conquista del Everest

La montaña, como el mar, ha despertado desde siempre un atractivo especial en el hombre aventurero. Gracias a una entrevista recogida en la siguiente página web, hoy puedo compartir e invitarles a disfrutar del ameno relato de Edmund Hilary sobre uno de sus mayores logros.
Edmund Hilary y Tenzing Norgay
"Nací en Tuakau, un pueblo que está unos cincuenta kilómetros al sur de Auckland. Mi padre era editor y mi madre, maestra de escuela. Los libros no daban para obtener muchas alegrías, así que papá decidió abandonarlos como profesión y dedicarse a la apicultura, él que lo único que sabía de abejas se concentraba en compararlas a un abejorro que pica.
Fui al colegio más cercano, que estaba a cuatro o cinco kilómetros de casa, y durante el recorrido me dedicaba a leer. Me apasionaban los relatos de aventuras. Yo era un niño tímido, algo retraído y poco sociable, prefería estar solo a jugar con mis compañeros.
No tenía muchos amigos.
Nada importante ocurrió en mi vida hasta que cumplí dieciséis años.

Haciendo un gran esfuerzo, tal vez quitando dinero de cosas importantes, mis padres me apuntaron a una excursión organizada por la escuela superior. Se trataba de pasar un fin de semana en el área del volcán sagrado Ruapehu, que fue declarada parque nacional en 1894 bajo la denominación de Tongariro. Parecía una excursión como cualquier otra, pero no lo fue. Subimos al lago que tiene el volcán a 2.797 metros.
Era la primera vez que tocaba la nieve. Allá arriba me sentí otro. Yo quería seguir subiendo, acercarme más al cielo, pero ya no había más montaña. Me sentí un poco triste, aunque se me pasó enseguida mientras bajaba cuando vi a mi altura otras montañas pedregosas, las Rocas de la Catedral, el Te Heu Heu, el Paretetaitonga, y más abajo el bosque húmedo con árboles que comenzaron a crecer cuando en Roma aún había emperadores, cascadas como rizos de una mujer hermosa, ríos con agua del color de la sangre o amarillos como el ámbar. Descubrí que el hombre es una hormiga, que el mundo es demasiado extenso, bello y poderoso, y que sólo desde las grandes atalayas podía ver la Tierra como la ven los dioses. Tomé una decisión: hacer de la montaña mi casa.
Desde entonces, no había fin de semana que no me acercara a ellas. Daba lo mismo cuál fuera, porque lo hacía por pura diversión. Cuando tenía dinero, viajaba a la Isla Sur, me perdía por el monte Cook y tallaba escalones en el hielo como una escalera para subir al cielo. En esa época pensaba que Tongariro era más alpino y Cook, más himalayo, aunque no conocía ni los Alpes ni el Himalaya.
Tenía un plan. Aunque fuera con mi propio dinero, debía ir a Europa y a la India. Había estudiado dos años en la Universidad, pero aquello no era para mí. Me puse a trabajar con mi padre en el negocio de las abejas, que no iba mal del todo, y al fin fui a los Alpes de Suiza y Austria por un tiempo demasiado corto.
En 1959 realicé mi primer viaje a la India junto con tres amigos y nos dedicamos a subir lo que teníamos a mano en los montes Garhwall, cerca de la frontera con Nepal. Nos levantábamos, mirábamos a nuestro alrededor, veíamos una hermosa montaña de seis o siete mil metros (porque las había a cientos) y decíamos:
–vamos a escalarla.
Así lo hicimos con seis cumbres vírgenes. Era una delicia.
Lo que yo no podía imaginar es que en ese momento los ingleses estaban organizando una expedición de reconocimiento al Everest y que algunos montañeros a los que conocí fuera de Nueva Zelanda habían hablado de mí a Eric Shipton, que era quien estaba al cargo de su organización, un montañero de mucho prestigio y sobrada experiencia que a todos caía bien. Cuando me invitó a participar en ella, yo pensé:
–Me lleva de chico de los recados.
Pero me daba lo mismo. Los chinos habían penetrado en el Tíbet y cerrado la posibilidad de utilizar la cara norte como vía, que era la que hasta entonces se había utilizado para acercarse a la cumbre. En ese momento se trataba de estudiar una vía por el collado sur. Me divertí mucho y me cansé otro tanto.
Al año siguiente, Shipton volvió a llamarme para escalar el Cho Oyu, un “ochomil” que está al lado del Everest. Esta vez, pensaba:
-Me quieren para que les haga el té.
Aunque no llegamos a la cima, me dediqué a mirar, a escudriñar, a observar cuanto pude el Everest y su parte cimera.
–Algún día yo estaré allí– me decía.
En 1953, el permiso para escalar la gran montaña correspondía a Inglaterra. Shipton fue apartado de la dirección de esta enorme expedición y en su lugar se nombró a John Hunt, un oficial del ejército que para mí era desconocido como montañero.
A nadie gustó este nombramiento ni la forma en que se hizo. Yo pensaba que quedaría fuera del grupo, pero Hunt me llamó.
–Será para que le sirva el whisky.
La primera vez que lo vi pensé:
–Bueno, a ver cómo es este tipo, espero que no se dedique a dar órdenes militares.
Pero no, me dio un fuerte apretón de manos y, sin soltarlas, me dijo:
–He esperado mucho tiempo para conocerte.
Cambié mi idea respecto a él. Era un buen montañero que nos consultaba cualquier decisión. Mejor así, porque casi todos pecábamos de individualistas y ciertamente solitarios.
El grupo lo integrábamos diez montañeros europeos (excepto George Lowe y yo, que éramos neozelandeses) y unos trescientos sherpas. Siempre he creído que mi mayor mérito consistía en saber hacer escalones en el hielo mejor que nadie y, además, Lowe y yo subíamos de forma rápida y segura.
Tal vez nos llamaron por esas cualidades. Teníamos un físico muy resistente y nos diferenciábamos del resto en que no nos creíamos profesionales, sino que hacíamos aquello por pura diversión. Disfrutábamos abriendo la tienda y contemplando los colores rosados del amanecer o los tonos rojizos del crepúsculo. A veces, cuando subíamos juntos (a Hunt no le gustaba), nos parábamos en medio de una cuesta empinadísima o de una pared helada y allí nos quedábamos unos minutos contemplando la vista magnífica que la montaña suele ofrecer. Entonces George cantaba una canción maorí que decía algo así:
"He putiputi koe i katohia,
hei piri ki te uma e te tau" 
Y que ninguno de los dos entendíamos, pero que él aseguraba que significaba “tú eres una bella flor”.
Sin embargo, los demás permanecían muy concentrados y serios ante cualquier dificultad por leve que fuera. 
Un día lo vi dando órdenes a los serpas. Me fijé en él. Era de corta estatura, pero fuerte y atractivo. Tenía personalidad y una sonrisa luminosa. Se notaba que era buen montañero. Había intentado subir el Everest siete veces y como sabía que Lowe y yo teníamos escasas posibilidades de formar cordada, me acerqué a él. Entonces recordé que lo había conocido un año antes en la ascensión al Cho Oyu, aunque no habíamos coincidido demasiado.
Tenzing Norgay
Intuía que Hunt utilizaría primero a los británicos y, si éstos fallaban, tal vez recurriera a nosotros. Se llamaba Tenzing Norgay. Una vez, equipando una vía en el Everest, salté sobre una grieta sin tomar precaución alguna. La cornisa cedió y comencé a resbalar. Parecía un milagro, pero él, que no llegaba a medir 1,60 metros de altura y pesaba lo que un mechón de pelo de yak, me aseguró con la cuerda y frenó la caída de un cuerpo que medía 1,95 metros y pesaba ochenta kilos.
No había duda, me salvó la vida.
Estaba seguro de que, si hubiera alguna posibilidad de ser yo el elegido, él sería mi compañero de cordada.
Unos montañeros enfermaron.
Otros parecían demasiado cansados. Hunt tomó la decisión de que fueran el londinense Bourdillon (de Kensington de toda la vida) y el galés Evans (educado en Oxford) quienes formaran la cordada definitiva.
Tenzing y yo habíamos acondicionado la pared del Lhotse y transportado bagajes y pertrechos sobre la espalda, que llegaban a pesar veintiocho kilos. También ascendimos y descendimos para controlar la duración de las botellas de oxígeno e incluso preparamos la explanada en la que se situaría el último campamento antes del intento definitivo por encima de los 8.800 metros.
Debíamos estar muy cansados, pero no, los dos manteníamos nuestras fuerzas o las recuperábamos con facilidad. Había entre nosotros un mudo acuerdo que nos fortalecía.
Hunt reunió al equipo.
–Sí, serán Bourdillon y Evans. Lo intentaremos mañana. Espero que este 26 de mayo sea un día que pase a la historia.
Con voz apenas audible, se me ocurrió:
–Yo también lo espero. Si no lo consiguen, Tenzing y yo nos ofrecemos para intentarlo.
Hunt permaneció callado. Sorprendentemente, fue Evans quien habló en un inglés que mezclaba palabras galesas:
–No hay duda de que ellos también están gryf.
O sea, fuertes. Hunt asintió como diciendo:
–Allá ellos.
Llegaron a la cima sur. Sólo faltaban cien metros para alcanzar la gloria. Estaban agotados y tenían ante ellos una pared que les pareció imposible de superar. Regresaron.
Dos días después, Tenzing y yo pasamos la noche en el último refugio, el campamento IX. No pudimos dormir, sólo dormitar de vez en vez. La temperatura era buena y, aunque hacía un frío del demonio, el viento soplaba sereno. Al alba nos pusimos en camino, siempre hacia arriba. Llegamos al escalón algo cansados.
–¿Seguimos?
Tenzing no respondió. Miró al cielo. Su sonrisa ya no estaba allí. No podíamos ver la cumbre, sólo ese enorme paredón vertical que yo había observado desde la lejanía cuando nos preparábamos en el Cho Oyu. Descubrí una cornisa helada en el lado derecho con una grieta larga y estrecha que yo dudaba de que fuera sólida, capaz de sujetarnos. Si se rompía, caería al abismo por la ladera del glaciar Kangshung. Pensé que aquello era el Everest y que merecía la pena intentarlo. Pasé miedo. Los crampones se sujetaban bien en el hielo y mis manos asían la roca con firmeza, aunque un movimiento en falso, una pequeña rotura de la superficie helada acabaría con mi vida. Luego, me encontré arriba. No veía la cima, pero sabía que lo más duro había pasado. Continué tallando escalones y al llegar a lo alto de una gran banda de nieve vi que la arista se acababa y que allá abajo se extendía el gran altiplano del Tíbet.
Me quité la máscara de oxígeno y di la mano a Tenzing. Aquello no bastaba. Nos fundimos en un abrazo largo y nos hicimos fotos. Quince minutos en la cima del mundo. Un breve instante por el que habían muerto muchos montañeros. Nosotros lo habíamos conseguido. Cerré los ojos un instante. Me puse la máscara de oxígeno y vi todo más claro.
El descenso fue rápido. Cuando llegamos al campamento, George Lowe salió a nuestro encuentro. Tras él iban los demás.
Levanté la mano, señalé la cima e hice la señal de la victoria.
–Hemos vencido a esta puta montaña– le dije, sin saber que estas palabras no eran dignas de una persona a la que la Reina de Inglaterra estaba a punto de nombrar sir." 

Os recomiendo que veáis el siguiente documento PDF, en el encontraréis está entrevista, más anécdotas y fantásticas fotografías.

Publicado por:  Charlot y Ondine.

1 comentario:

  1. Me encanta esta entrada, la historia y las fotografias siempre consiguen sacarme una sonrisa y llenarme de valor.

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