Abelardo y Eloísa, dos personajes históricos del siglo XII, han pasado a la historia, más por su famosa y escandalosa relación amorosa, que por la importancia que las teorías de Abelardo pudieran tener en los campos de la filosofía o la teología.
Gracias a esa maravillosa historia de amor también es recordada Eloísa, pues debido a la invisibilidad protagónica de las mujeres a lo largo la historia, si estuviéramos hablando de una dama ilustrada de la época o incluso de la esposa de Abelardo, su nombre ni siquiera hubiera llegado hasta nosotros.
Su historia fue realmente conocida gracias al movimiento romántico que estudió sus cartas y posteriormente las publicó, otorgándoles gran relevancia y popularidad. Hoy en día sin embargo el recuerdo ha quedado reducido y pocos conocen la verdadera historia del gran amor que trascendió y condicionó las vidas de estos dos valientes personajes.
Pedro Abelardo nació, en el año 1079, en el seno de una familia noble de la Bretaña menor. Su padre, Berenguer, al servicio de Iboel IV Duque de Bretaña, controlaba la zona y sus posesiones desde su castillo feudal en la ciudad de Le Pallet, próxima a Nantes y decidió no privar a sus hijos de la educación. Pedro, el primogénito, seducido por las Letras y el estudio cedió sus derechos de progenitura sobre tierras y vasallos a su hermano menor y dedicó su vida al aprendizaje y posterior enseñanza de la Filosofía y de la Teología, única profesión liberal de la época. Pasó así a convertirse en Pedro Abelardo; nombre, éste último, tomado de la palabra Habelardus (abeja francesa). Anheloso del saber frecuentó escuelas y después de dominar el Trivium y el Quadrivium, a sus veintiún años se dirigió a París donde se encontraban las más famosas escuelas de la época. Asistió a la escuela episcopal, en el claustro de Notre Dame, donde Guillermo de Champeaux impartía sus enseñanzas basadas en las teorías realistas de San Anselmo, distinguiéndose por la sutileza de su discurso y su elocuencia.
A partir de 1102 él mismo empezó a impartir enseñanzas en Melum y Corbeil, adquiriendo gran fama pese a los enfrentamientos que tuvo con algunos de sus maestros.
En 1113 le encontramos en París enseñando la lógica peripatética, y planteando doctrinas contrarias a las de su antiguos maestros.
La importancia de Abelardo como filósofo peripatético medieval y teólogo es una cuestión a debate, para unos fue un innovador y para otros no pasa de la mediocridad, aunque se le reconoce una cierta importancia respecto de algunas cuestiones. Según dicen ostentaba el gran don de la elocuencia, destacaba sobre todo en la dialéctica, la lírica y fue considerado uno de los grandes trovadores de la época.
Al parecer sus famosas composiciones de temática amorosa se convirtieron en el entretenimiento de los literatos, las delicias de las mujeres y el idioma secreto de los amantes pues era un gran poeta lírico y un excelente músico.
En 1118 conoció a la joven Eloísa que entonces contaba 17 años.
Poco o nada sabemos de su familia, únicamente un nombre sin apellido ha llegado hasta nosotros, por lo que desconocemos su origen.
Las crónicas dicen que nació en París y también que recibió una primera educación en el convento de Argenteuil, lo que permite intuir un cierto nivel económico familiar; allí recibiría, sin duda, una formación adecuada a su sexo y al papel que debía asumir cualquier mujer decente de la época: el de esposa y madre; aunque, al parecer, ella supo aprovechar su tiempo dedicándolo a adquirir una formación intelectual que le dio tanta fama como su singular belleza; siendo conocida en todo el reino por su talento e instrucción.
Lamartine, en sus estudios sobre el tema incluye algunas de las descripciones que de ella se hacían:
“una joven de elevada estatura, cabeza oval ligeramente deprimida por la tensión del pensamiento hacia las sienes; una frente elevada y llana en donde la inteligencia se movía sin obstáculo, como un rayo cuya luz no quiebra ninguna esquina sobre un mármol; unos ojos grandes cuyo globo debía reflejar el color del cielo, una nariz pequeña y un poco elevada hacia la punta, tal como la modelaba la escultura, siguiendo a la naturaleza de las estatuas de las mujeres inmortalizadas por la celebridades del corazón; una boca en la que respiraban libremente, entre hermosísimos dientes, las sonrisas del talento y la ternura del alma.” Los historiadores de la época y el propio Abelardo dicen que en ella cautivaban sus ojos: “no tanto por su belleza, sino por su gracia, esa fisonomía del corazón que atrae y obliga a amar porque ella ama. Belleza suprema muy superior a la belleza que solo obliga á admirar”.
En 1118 se encontraba en París bajo la tutela de su tío, el canónigo Fulberto; los expertos mencionan la posibilidad de que incluso pudiera tratarse de su padre, quien conocedor de sus grandes dotes intelectuales y su inclinación al estudio consiguió para ella el mejor de los maestros posibles: Pedro Abelardo.
La obra escrita por el filósofo en 1135: Historia Calamitum o Epístola prima, es en realidad una especie de autobiografía, ya que en ella él mismo relata la historia de sus desventuras, en un intento de minimizar las desdichas de un amigo que se quejaba de las propias; lo que nos sirve para conocer los hechos de primera mano.
Recuerda que tras una estancia en su Bretaña natal, hacia 1118, regresó a París buscando retomar las enseñanzas de Guillermo de Champeaux, su primer maestro; y que fue entonces cuando conoció la fama que rodeaba a Eloísa; joven maravillosa conocida en todo el reino por su talento e instrucción que estaba al cuidado de su tío el canónigo Fulberto; quién sentía inmenso amor por ella y que conocedor de sus dotes le había permitido progresar en todas las ramas del saber.
Nos habla de ella como de una niña que no estaba mal físicamente, pero sobre todo de la gracia que a esto añadía su dominio en las ciencias literarias, don imponderable y extremadamente raro en una mujer.
Manifiesta claramente sus lascivas intenciones de seducción hacia ella, así como las artimañas de las que se sirvió para llevar a cabo sus planes. Deja claro, también, que en ese momento de su vida se encontraba dominado por la lujuria y la soberbia, y que la gracia divina finalmente le curó de ambas; de la primera al privarle de aquello con lo que la practicaba y de la segunda con la humillación sufrida por la cremación del libro en el que ponía su gloria.
Conocedor de las debilidades de Fulberto, la avaricia y su sobrina, urdió una trama para conseguir llegar hasta ella y enamorarla, se sabía famoso y atractivo para las mujeres por lo que no albergaba temor al rechazo; su primer paso fue acomodarse en su casa como huésped objetando cercanía a su cátedra y ofreciendo por ello una buena suma que excitara la avaricia del canónigo. Su otra debilidad casi no tuvo que despertarla pues no encontró dificultades en convencer al canónigo de la necesidad de profundizar en la esmerada educación de la joven; y su asombro no tuvo límites cuando Fulberto sin dar muestra de ninguna sospecha le permitió ejercer sobre ella su magisterio; siempre que le fuera posible, una vez terminada su tarea escolar, tanto de día como de noche y con total autoridad para reprenderla si la encontraba negligente.
De esta manera consiguió mantener un trato más familiar con Eloísa que propiciara sus conversaciones y facilitara su intimidad; pronto los libros pasaron a un segundo plano y los besos comenzaron a ser más frecuentes que las sentencias y pronto las manos del filósofo andaban más cerca de los senos de la joven que de los libros; para describir ¿qué pasó? Pedro Abelardo declara que primero convivieron bajo un mismo techo, para llegar después a convivir bajo una sola alma y parece que ningún grado del amor fue ajeno a los amantes y como eran novatos en ellos se esforzaban en practicar esos goces.
Realmente no conocemos las verdaderas intenciones de Abelardo pero a juzgar por sus palabras la realidad es que acabó enamorado de ella. Además este hecho le causó ciertos problemas ya que, al parecer, según cuenta su amor por Eloísa le absorbía tanto que le hacía desatender sus ocupaciones, en las clases, le costaba concentrarse y sus alumnos lo notaban; su mente estaba más con su amada que en sus enseñanzas. Poco después Fulberto, que tuvo más que alguna insinuación al respecto, se enteró de sus relaciones y los amantes tuvieron que separarse estrechándose, sin embargo, aún más sus corazones. Pronto conocieron que sus amores iban a dar fruto, y Pedro Abelardo raptó a Eloísa llevándola a Bretaña a casa de su hermana donde nació Astrolabio.
Las noticias sobre el niño son confusas, algunos indican que murió a edad temprana, aunque otros, como Mr. Héléfé en el "Diccionario de Teología Católica" indica que creció profesando como religioso y llegó a ser abad del convento suizo de Hauterive.
El rapto de Eloísa colmó el vaso y Fulberto enloqueció entre el dolor y las ansias de venganza. El filósofo comprendió que debía hacer algo para paliarlo y como reparación se ofreció a contraer matrimonio con Eloísa, aunque manifestó su deseo de que se mantuviera en secreto ya que pensaba que podía perjudicarle a nivel profesional.
Contrariamente con lo que se supone habría deseado cualquier mujer, Eloísa no era partidaria de este matrimonio y así se lo expresó a su tío y a su amante/futuro esposo, probando de este modo una heterodoxia impropia de una mujer.
Eloísa demuestra su gran juicio y esmerada educación al elaborar un discurso organizado y lógico en el que introdujo
citas, teorías y referencias de personajes destacados en todas la ramas
del saber desde la Antigüedad clásica, para explicar el porque de su determinación; posteriormente Abelardo añadirá aquel texto a su obra.
Así pues plantea desde el principio, y el tiempo
demostrará que tiene razón en este juicio; que Fulberto, su tío, no va a
ver calmada su sed de venganza con el mero hecho de que Abelardo se
case con ella; por lo que su matrimonio no va a solucionar su situación.
Por otro lado conoce también que su matrimonio perjudicaría
profesionalmente a Abelardo y tampoco quiere
de ninguna manera ser un estorbo para él, ni privarle de la gloria, ya que ve a su amado como una mente privilegiada
capaz de convertirse en el gran pensador de su tiempo; no quería
deshonrarle y ser una carga para Abelardo. Cita los consejos que sobre el
matrimonio da San Pablo en su primera Epístola a los Corintios: “Estás libre de mujer.. no quieras casarte[…] Quiero que todos vosotros estéis sin preocupaciones”.
Así pues San Pablo también consideraba que las mujeres perturbaban la
tranquilidad de los hombres y eran una carga para ellos.
Cita igualmente la opinión contraria de sabios y filósofos como Teofrasto de Ereso, peripatético sucesor de Aristóteles que opinaba que ningún sabio debía contraer matrimonio ya que
éste creaba intolerantes molestias y continuas inquietudes; y a Cicerón, quien repudió a Terencia y no quiso volver a casarse ya que afirmó que no era posible ocuparse al mismo tiempo de la esposa y de la filosofía. Eloísa argumenta que la vida prosaica de casado y los deberes que
exige le impedirían dedicarse a lo que realmente le interesa, la
filosofía. Se pregunta si Abelardo podría soportarla y le recuerda a Séneca cuando
escribe a Lucilo diciéndole: “No sólo cuando sobra el tiempo hay que
dedicarse a la filosofía, sino que hay que desperdiciarlo todo para
poder acostumbrarse a esto para lo cual ningún tiempo es demasiado
grande.”
Trae también a la memoria de Abelardo la respuesta que Pitágoras ofreció al ser preguntado por su profesión: “Filósofo, es decir amante de la sabiduría”.
Y apelando a su condición de clérigo, indica cómo los monjes habían
asumido, en su época, la función de los filósofos; viviendo una vida
retirada y admirable dedicada al estudio.
Eloísa añade a todas estas razones
algunas que la conciernen directamente, piensa que para ella es
peligroso regresar a París y que le resultaría más decoroso ser llamada
amiga que esposa; ya que el lazo matrimonial la impediría discernir si
Abelardo estaba junto ella más por un deber de esposo que por un amor de
amante. Afirmaba que una vida en común, como matrimonio, podría acabar con su amor
que, sin embargo, se mantendría vivo si los encuentros se hacían a
intervalos, haciendo sus gozos más henchidos y agradables.
Cuando a pesar de todos sus razonamientos Eloísa
comprende que no ha convencido a Abelardo quién está decidido a casarse, dice refiriéndose a su inevitable matrimonio y casi a modo de
premonición: “Una sola cosa resta, para que el dolor que siga a nuestra ruina sea mayor que el amor que la precedió”.
Tras el nacimiento de su hijo éste quedó
bajo la tutela de su hermana y ellos regresaron a París donde, en
presencia del canónico, contrajeron matrimonio. Abelardo consideraba con
esto saldada la afrenta e insistió en mantener el matrimonio en secreto
y, conforme a ello, tras la ceremonia cada uno, oculta y separadamente,
se fue por su lado. Sin embargo para Fulberto, la situación no
cambiaba; pues los amores del filósofo con su sobrina al no conocerse su
matrimonio seguían siendo motivo de murmuración y el honor familiar
continuaba en entredicho; por ello hacía correr la voz de que eran
marido y mujer; ante esto Eloísa fiel a los deseos del filósofo lo
negaba rotundamente, por lo que Fulberto comenzó a atormentarla con
innumerables ultrajes.
Por ello Abelardo la llevó a la Abadía de Argenteuil de la que había sido alumna, haciendo parecer que había tomado los hábitos. Esto empeoró la
situación pues creyeron que quería dejarla en el convento y
desentenderse de ella.
Entonces fue cuando Fulberto comenzó a
tramar la desgracia de Abelardo y con la ayuda de algunos amigos que
sobornaron a uno de los sirvientes del filósofo llevaron a cabo su
venganza que de esta forma detalló el propio Abelardo: “me
castigaron con cruelísima y vergonzosísima venganza que recibió el
mundo con estupor, amputándome aquellas partes de mi cuerpo con las que
yo había cometido lo que ellos lloraban.”
Abelardo se sume en una profunda
confusión pareciéndole, a veces, su dolor inferior a la vergüenza que
siente ante el castigo recibido.
Siendo consciente de
que la Ley de Dios prohíbe la entrada en la Iglesia de aquellos que
hayan sufrido este tipo de amputaciones que son considerados inmundos y
pestilentes, se pregunta cómo podrá continuar con su vida y presentarse ante el mundo y ante Eloísa.
Poco después ambos tomaron los hábitos, Eloísa en
Argenteuil y Abelardo en Saint Denis. Esto supuso largos años de
separación y silencio. Hasta que en 1135, por casualidad, cayó en manos
de Eloísa el manuscrito con donde Abelardo relataba sus desventuras; su
lectura provocó en ella una gran conmoción y, desde luego, fue el
detonante para que se decidiera a romper su silencio y a expresarle en
sus cartas todo el amor y la pasión que seguía latiendo en ella. Así lo atestigua el
inicio de su primera carta:
"[…] que sólo hallé
en ella una circunstanciada relación de nuestros trágicos sucesos.
Conmoviose excesivamente mi espíritu y parecíame superfluo hablar allí
(para consolar a tu amigo de alguna pequeña desgracia) de nuestros
graves infortunios"
El relato de Abelardo no se limitaba a
contar sus desventuras en aspectos de su vida personal como pueden
calificarse sus amores con ella y a las crueles consecuencias que estos
tuvieron para ambos; sino que incluía un detallado informe sobre los
enfrentamientos que había tenido y, todavía tenía, con algunos filósofos
y teólogos de la Iglesia que habían tenido consecuencias muy negativas
en su vida profesional y que, por ello agrandaban si cabe sus
calamidades.
Las cartas que intercambian los amantes, tras la lectura de
Eloísa del manuscrito de Abelardo, demuestran lo dolorosa que la realidad
resultaba para ambos y cómo la sobrellevan habitando en la memoria. Frase de Eloísa:
"Me acuerdo (¿acaso se olvida
algo a los amantes?) del instante y del sitio en que por primera vez me
declaraste tu ternura, jurando amarme hasta morir. Tus palabras, tus
promesas y juramentos, todo está grabado en mi corazón."
En este sentido Abelardo reconoce que tras su mutilación no podía soportar la idea de que ella le olvidara y se consolara con cualquier otro; los celos le obligaron a pedirle a Eloísa no sólo que se retirara de la vida mundana sino que además tomara los hábitos, después de ella él hizo lo mismo.
Las dudas de Abelardo sobre su fidelidad aún la mortificaban ya que su amor era incondicional.
"Me he aborrecido a mí misma por mostrarte mi amor y he venido aquí a perderme por que vivas tranquilo."
Y así Eloísa vive para Abelardo fingiendo que vive para Dios, mientras Abelardo reconoce que su amor por ella
también sigue vivo.
Llega incluso a decir que agradecería la crueldad
de Fulberto si al menos cuando le puso en la imposibilidad de satisfacer
su pasión, le hubiera permitido dejar de amarla, pues reconoce que su amor por ella en ese momento es incluso más ardiente que antes.
"soy más
culpable abrasándome por ti bajo del saco y de la ceniza consagrada a
los altares, que lo era por los crímenes que me han acarreado mis
desdichas."
Abelardo murió en 1142 y su cuerpo fue enterrado en la Iglesia de San
Marcelo, Eloísa debió pedir ayuda al Abad de Cluni "Pedro el Venerable" para que
los restos de Abelardo fueran trasladados al Paracleto, tal cómo el
filósofo deseaba y una vez allí Eloísa, veneró sus restos y rogó por su
alma hasta su muerte veinte años después en 1163.
Cuenta la leyenda que
cuando abrieron la tumba de Abelardo para depositar junto a él el
cuerpo de su amada Eloísa, éste abrió los brazos para recibirla quedando
abrazados en la muerte como no pudieron estarlo en la vida.
Así permanecieron los esposos durante
quinientos años sepultados en las naves del Paracleto, hasta que en
1792, tras la Revolución Francesa, el Monasterio fue vendido como bien
eclesiástico siendo trasladada la tumba de Abelardo y Eloísa a Nogent.
En 1800 Luciano Bonaparte inspector de las cartas y monumentos antiguos
encargó al artista Lenoir para que transportase el féretro al Museo de
Monumentos franceses de París, quién, tras la apertura de la tumba
realizó un Álbum con dibujos de los amantes recreados por el artista
partiendo de los restos conservados con el objeto de realizar dos
estatuas para la nueva tumba parisina, que quedó instalada en los
jardines del museo.
En 1815 bajo gobierno borbónico se intentó trasladar
la tumba a la Abadía de San Dionisio; pero la opinión pública protestó
ya que el monumento era muy frecuentado por los parisinos y estaba
considerado como algo integrado en la ciudad; finalmente fue trasladada
al cementerio parisino de Père Lachaise donde actualmente todavía puede
visitarse.
El Epitafio del cenotafio de Abelardo y Eloísa en el Paracleto rezaba así:
Aquí bajo la misma losa, descansan
el fundador de este Monasterio:
Pedro Abelardo
y la primera Abadesa, Eloísa,
unidos otro tiempo por el estudio, el talento,
el amor, un himeneo desgraciado y la penitencia.
En la actualidad, esperamos, que una felicidad
eterna los tenga juntos.
Pedro Abelardo murió el 21 de abril de 1142
Eloísa, el 17 de mayo de 1163
Publicado por: Ondine