Pero lo que más le gustaba a Gigi era contarle cuentos sólo a Momo,
cuando no escuchaba nadie más. Casi siempre eran cuentos que trataban de
los propios Gigi y Momo. Y sólo estaban destinados a ellos dos y eran
totalmente diferentes a los que Gigi contaba en otras ocasiones.
Una noche hermosa y cálida, los dos estaban sentados callados en
los escalones de piedra. En el cielo brillaban ya las primeras estrellas
y la luna se perfilaba, grande y plateada, sobre las siluetas negras de
los pinos.
—¿Me cuentas un cuento? —pidió Momo.
—Está bien —dijo Gigi—. ¿De quién?
—De Momo y Girolamo, si puede ser —contestó Momo.
Gigi reflexionó un momento y preguntó:
—Quizá... ¿el cuento del espejo mágico?
—Eso suena bien. Veamos qué pasa.
Puso un brazo alrededor de los hombros de Momo y comenzó:
«Érase una vez una hermosa princesa llamada Momo, que vestía de
seda y terciopelo y vivía muy por encima del mundo, sobre la cima de una
montaña, cubierta de nieve, en un castillo de cristal.
»Tenía todo lo que se puede desear, no comía más que los manjares
más finos y no bebía más que el vino más dulce. Dormía sobre almohadas
de seda y se sentaba en sillas de marfil. Lo tenía todo, pero estaba
completamente sola.
»Todo lo que la rodeaba, la servidumbre, las camareras, gatos,
perros y pájaros e incluso las flores, todo, no eran más que reflejos de
un espejo.
»Porque resulta que la princesa Momo tenía un espejo mágico grande,
redondo y de la más pura plata. Lo enviaba cada día y cada noche por
todo el mundo. Y el gran espejo flotaba sobre países y mares, sobre
ciudades y campos. La gente que lo veía no se sorprendía, sino que
decía: "Es la luna"
»Y cada vez que el espejo volvía, ponía delante de la princesa
todos los reflejos que había recogido durante su viaje. Los había
bonitos y feos, interesantes y aburridos, según como salía. La princesa
escogía los que le gustaban, mientras que los otros los tiraba
simplemente a un arroyo. Y los reflejos liberados volvían a sus dueños, a
través del agua, mucho más de prisa de lo que te imaginas. A eso se
debe que veas tu propia imagen reflejada cuando te inclinas sobre un
pozo o un charco de agua.
»A todo esto he olvidado decir que la princesa Momo era inmortal.
Porque nunca se había mirado a sí misma en el espejo mágico. Porque
quien veía en él su propia imagen, se volvía, por ello, mortal. Eso lo
sabía muy bien la princesa Momo, y por lo tanto no lo hacía. De ese modo
vivía con todas sus imágenes, jugaba con ellas y estaba bastante
contenta.
»Pero un día, el espejo mágico le trajo una imagen que le interesó
más que todas las otras. Era la imagen de un joven príncipe. Cuando lo
hubo visto le entró tal nostalgia, que quería llegar hasta él como
fuera. Pero, ¿cómo? No sabía dónde vivía, ni quién era, no sabía ni
siquiera cómo se llamaba.
»Como no encontraba otra solución, decidió mirarse por fin en el
espejo. Porque pensaba: a lo mejor el espejo llevará mi imagen hasta el
príncipe. Puede que mire casualmente hacia el cielo, cuando pase el
espejo, y verá mi imagen. Acaso siga el camino del espejo y me encuentre
aquí.
»Así que se miró largamente en el espejo y lo envió por el mundo con su reflejo. Pero así, claro está, se había vuelto mortal.
»En seguida oirás cómo sigue esta historia, pero primero he de hablarte del príncipe.
»Este príncipe se llamaba Girolamo y vivía en un reino fabuloso.
Todos los que vivían en él amaban y admiraban al príncipe. Un buen día,
los ministros dijeron al príncipe: "Majestad, debéis casaros, porque así
es como debe ser."
»El príncipe Girolamo no tenía nada que oponer, de modo que
llegaron al palacio las más bellas señoritas del país, para que pudiera
elegir a una. Todas se habían puesto lo más guapas posible, porque todas
querían casarse con él.
»Pero entre las muchachas también se había colado en el palacio un
hada mala, que no tenía en las venas sangre roja y cálida, sino sangre
verde y fría. Claro que eso no se le notaba, porque se había maquillado
con mucho cuidado.
»Cuando el príncipe entró en el gran salón dorado del trono, para
hacer su elección, ella pronunció rápidamente un conjuro, de modo que
Girolarno no vio a nadie más que a ella. Y además le pareció tan
hermosa, que al momento le preguntó si quería ser su esposa.
»—Con mucho gusto —dijo el hada mala—, pero pongo una condición.
»—La cumpliré —respondió Girolamo, irreflexivo.
»—Está bien —contestó el hada mala, y sonrió con tanta dulzura, que
el desgraciado príncipe casi se marea—, durante un año no podrás mirar
el flotante espejo de plata. Si lo haces, olvidarás al instante todo lo
que es tuyo. Olvidarás lo que eres en realidad y tendrás que ir al país
de Hoy, donde nadie te conoce, y allí vivirás como un pobre diablo.
¿Estás de acuerdo?
»—Si no es más que eso —exclamó el príncipe Girolamo—, la condición es fácil.
»¿Qué ha ocurrido mientras tanto con la princesa Momo?
»Había esperado y esperado, pero el príncipe no había venido.
Entonces decidió salir a buscarle ella misma. Devolvió la libertad a
todas las imágenes que tenía a su alrededor. Entonces bajó, totalmente
sola y en sus suaves zapatillas, desde su palacio de cristal, a través
de las montañas nevadas, hacia el mundo. Recorrió todos los países,
hasta que llegó al país de Hoy. A estas alturas sus zapatillas estaban
gastadas y tenía que ir descalza. Pero el espejo mágico con su imagen
seguía flotando por el cielo.
»Una noche, el príncipe Girolamo estaba sentado en el tejado de su
palacio dorado y jugaba a las damas con el hada de la sangre verde y
fría. De repente cayó una gota diminuta sobre la mano del príncipe.
»—Empieza a llover —dijo el hada de la sangre verde.
»—No —contestó el príncipe—, no puede ser porque no hay ni una sola nube en el cielo.
»Y miró hacia lo alto, directamente al gran espejo mágico,
plateado, que flotaba allí arriba. Entonces vio la imagen de la princesa
Momo y observó que lloraba y que una de sus lágrimas le había caído
sobre la mano. En el mismo momento se dio cuenta de que el hada le había
engañado, que no era hermosa y que en sus venas sólo tenía sangre verde
y fría. Era a la princesa Momo a la que amaba en verdad.
»—Acabas de romper tu promesa —dijo el hada verde, y su cara se
crispó hasta parecer la de una serpiente— y ahora has de pagarlo.
»Introdujo sus largos dedos verdes en el pecho de Girolamo, que se
quedó sentado como paralizado, y le hizo un nudo en el corazón. En ese
mismo instante olvidó que era el príncipe Girolamo. Salió de su palacio y
de su reino como un ladrón furtivo. Caminó por todo el mundo, hasta que
llegó al país de Hoy, donde vivió en adelante como un pobre inútil
desconocido y se llamaba simplemente Gigi. Lo único que había llevado
consigo era la imagen del espejo mágico que desde entonces quedó vacío.
»Mientras tanto, los vestidos de seda y terciopelo de la princesa
Momo se habían gastado. Ahora llevaba un chaquetón de hombre, viejo,
demasiado grande, y una falda de remiendos de todos los colores. Y vivía
en unas ruinas.
»Aquí se encuentran un buen día. Pero la princesa Momo no reconoce
al príncipe Girolamo, porque ahora es un pobre diablo. Tampoco Gigi
reconoció a la princesa, porque ya no tenía ningún aspecto de princesa.
Pero en la desgracia común, los dos se hicieron amigos y se consolaban
mutuamente.
»Una noche, cuando volvía a flotar en el cielo el espejo mágico,
que ahora estaba vacío, Gigi sacó del bolsillo la imagen y se la enseñó a
Momo. Estaba ya muy arrugada y desvaída, pero aún así, la princesa se
dio cuenta en seguida que se trataba de su propia imagen. Y entonces
también reconoció, bajo la máscara de pobre diablo, al príncipe
Girolamo, al que siempre había buscado y por quien se había vuelto
mortal. Y se lo contó todo.
»Pero Gigi movió triste la cabeza y dijo:
»—No puedo entender nada de lo que dices, porque tengo un nudo en el corazón y no puedo acordarme de nada.
»Entonces, la princesa Momo metió la mano en su pecho y desató, con
toda facilidad, el nudo que tenía en el corazón. Y, de repente, el
príncipe Girolamo volvió a saber quién era. Tomó a la princesa de la
mano y se fue con ella muy lejos, a su país.»
Una vez que Gigi hubo concluido, ambos callaron un ratito; después Momo preguntó:
—¿Y después han sido marido y mujer?
—Creo que sí —dijo Gigi—, más tarde.
—¿Y han muerto mientras tanto?
—No —dijo Gigi con decisión—. Eso lo sé exactamente. El espejo mágico sólo hacía a alguien mortal, cuando
se miraba en él a solas. Pero si se miran dos, vuelven a ser inmortales. Y eso hicieron estos dos.
La luna se veía grande y plateada sobre los pinos negros y hacía
brillar misteriosamente las viejas piedras de las ruinas. Momo y Gigi
estaban sentados en silencio el uno al lado del otro y se miraron
largamente en ella: sintieron con toda claridad que, durante ese
instante, ambos eran inmortales.